No hay Banda
(Como atacar un fuego, 2023)
Es un libro de Martín Flores Cárdenas. Una obra de teatro convertida en libro.
Es una historia maravillosamente inexplicable. Es un elogio a lo inesperado y a la experiencia de lectura. La obra nos relata su propia confección, como una partitura que, aunque no suena, contiene la potencia de la orquesta. Todo nace de un malentendido: una madre llama por teléfono a su hijo sin querer. ¿Algo más eficaz acaso? Ella está pidiendo, sin saberlo, que se la acompañe en el dolor de un padre muriéndose (de un abuelo, para quien nos cuenta la historia). Al mismo tiempo, el nieto del difunto -a quien reconocemos bajo el nombre de AUTOR- abre la imperiosa anticipación de un deseo por venir: dice que va a presentar una obra en curso sin tenerla escrita. Es la verdad de una mentira, porque la obra se está escribiendo en ese instante fugaz, como en un sueño. El dolor pide compañía, y al mismo tiempo parece empujar, en este caso, a dar un nuevo cauce al impacto vivido. En la película El camino de los sueños, de Lynch, una cantante en el escenario se desploma pero su voz persiste. Rompe toda representación establecida. En No hay banda, la voz de un abuelo muerto resuena viva y participa sin didascalias. No hay quien lo dirija antes de encaminarse a su último descanso. Es un libro que se resiste a ser encerrado en un género y es un desparpajo a favor de la imaginación. Un fragmento imperdible relata el velorio del abuelo, en donde olemos el whisky y se puede suponer incluso que el muerto aún no llegó, porque en efecto no está ahí, “…ya no es. / Fue. / Y no va a volver a ser nada”. En esa escena, el autor se pregunta: “¿Y si me propusiera hacer de esto una ficción en la que un actor o alguien le ´prestara al muerto´, vamos a decir, su tiempo de vida, ahí en el cajón?”. La actuación entonces presta vida. Se puede comenzar a comentar este libro de este modo o de muchos otros modos distintos. Su anuncio sobre “empezar por el final” muestra que el duelo es incorregible en el fracaso de hallarle solución: no hay manera de saber dónde se comienza un comienzo del duelar ni cuando finaliza un final. El libro es un cortejo infúnebre. Corteja una magia del lenguaje vivo. Es la manera en que, imagino, Macedonio hubiese escrito teatro: en escenas nunca vistas, con personajes prestados, y con bandas que hay no habiéndolas: una banda de amigos, una banda de música, bandas moebianas en espacios incalculables dentro de la escena, sobre otra escena, sobre otra escena, bandas de actores que están pero no están. Las temporalidades de la narración interrumpen permanentemente el sentido; lo ya hecho está por hacerse. La escritura de la obra parece una manera de seguir conversando con alguno de nuestros muertos amados, y de compartir esa conversación. Un conjuro a la soledad y una desesperación disimulada de contar que nos vamos a morir. No lo sabemos demasiado, y quizás por eso vivimos con las innumerables preguntas que la obra celebra. Es un libro que no nos deja subrayar, del mismo modo que no escribimos ni pintamos en el cuadro de un pintor en un museo. Lo contemplamos, lo sentimos, lo queremos manipular. Una pequeña, preciosa y fugaz ilusión de eternidad.